¿Es posible reapropiarse de un idioma lo suficiente como para usarlo en la vida cotidiana, más allá de las imperfecciones? Ya sea codificado, hablado, escrito, oral, dialectal o poco valorado, ¿puede volver a ser completamente propio cuando intervienen bloqueos afectivos, culturales, convencionales y psicosociales? Psiquiatra, especializado en psico-oncología y neurociencia, el Dr. Wadih Rhondali analiza estas cuestiones, partiendo de su trayectoria personal y profesional entre sus dos países: Marruecos y Francia. Al regresar a Marruecos, me encontré con una paradoja íntima. Entendía perfectamente la darija [el dialecto marroquí, ndlr], pero me costaba hablarla. No sin esfuerzo, sin incomodidad, sin esa tensión interna que atenaza la garganta y paraliza los gestos. Yo, que había aprendido varias lenguas extranjeras con fluidez, de repente tropezaba con mi propia lengua materna. Una lengua que nunca había aprendido de manera académica, sino que había recibido como una herencia afectiva, familiar, periférica. Me decía: «Es normal, no la he practicado». O también: «El día que realmente la necesite, volverá». Pero no regresaba. O lo hacía de manera torpe. Cuanto más intentaba corregirme, más resistía mi cuerpo. Se requerían estrategias absurdas de memorización para retener una palabra, a pesar de haberla escuchado mil veces. Asociaciones visuales, sistemas desviados, como si buscara sortear una puerta cerrada. Fue entonces cuando comprendí: el bloqueo no era cognitivo, sino emocional Mi cerebro lo sabía, pero se había cerrado. Entendía lo que eso significaba: la amígdala, esa pequeña centinela del cerebro emocional, había activado su señal de alerta. Reconocía en esa lengua algo amenazante. No objetivamente, sino simbólicamente. Un recuerdo enterrado. Un miedo a equivocarse. Una herida antigua, nunca realmente digerida. Cuando una lengua se asocia a una experiencia dolorosa —burla, humillación, sentimiento de inferioridad— el cerebro lo registra y la amígdala hace la selección. Esta pequeña estructura alojada en el corazón del cerebro emocional actúa como detector de amenazas. No diferencia entre un peligro real y una herida simbólica. Una entonación seca, una corrección brusca, una risa inoportuna… y suena la alarma. Y una vez que la amígdala ha identificado esa lengua como un vector potencial de dolor, reacciona automáticamente. Envía señales de estrés al resto del cerebro, inhibiendo varias áreas esenciales para el aprendizaje y la expresión: * El hipocampo, que permite memorizar a largo plazo, se pone en pausa. Las palabras ya no se fijan. * El córtex prefrontal, responsable de la planificación, la atención y la organización, se vuelve menos disponible. * Las áreas del lenguaje —Broca para la producción, Wernicke para la comprensión— pierden su fluidez. Lo que debería ser un simple ejercicio de habla se convierte en un esfuerzo sobrehumano. Resultado: se sabe… pero ya no se logra decir. Este proceso puede revertirse Este mecanismo es bien conocido en los trastornos de ansiedad, traumas o fobias escolares. Pero aún es poco reconocido en el ámbito del aprendizaje lingüístico. Sin embargo, lo veo todos los días en consulta: niños brillantes que se bloquean al leer en árabe clásico; adolescentes que entienden perfectamente la darija pero nunca se atreven a hablarla en la escuela; adultos que se sonrojan o sudan al tener que expresarse en una lengua que, sin embargo, les es familiar. No se trata de pereza ni de un déficit de inteligencia. Es una estrategia neurológica de protección. El cerebro hace lo que puede para evitar la repetición de una herida. Cierra la puerta. Bloquea el acceso a esa lengua como lo haría con un recuerdo doloroso. Pero la buena noticia es que este proceso puede revertirse. Gracias a enfoques de «reasociación emocional», es posible reconciliar a una persona con una lengua que ha aprendido a temer. Esto requiere tiempo, benevolencia y, sobre todo, un entorno seguro donde la lengua vuelva a ser un lugar de exploración —no de juicio. Ahí, a mi parecer, se juega lo esencial. Antes de pedirle a una lengua que sea hablada… hay que devolverle el derecho a ser sentida sin miedo. Porque en Marruecos, las lenguas no son neutrales. Están saturadas de señales sociales implícitas, de estatus jerarquizados, de memorias afectivas. No todas se introducen en el mismo clima. Algunas son valoradas —el francés, el inglés— como trampolines hacia el éxito, sinónimos de apertura, modernidad, inteligencia. Sus hablantes son a menudo admirados, incluso envidiados. Otras, como el árabe clásico, son sacralizadas —la lengua del Corán, del saber, de la escuela— pero rara vez vividas con ligereza o espontaneidad. Luego están las que se hablan en casa —la darija, el tamazight— que no se enseñan, que a veces se corrigen sin explicar, que se marginan en las instituciones, pero que sin embargo llevan lo íntimo: las emociones primeras, la voz de la madre, la cocina, la ternura. Y una lengua que nunca se ha sentido legítima se convierte en una lengua que uno ya no se atreve a hablar. O que se habla con el miedo de no hacerlo bien. En aquellos que regresan, esta lengua del hogar se convierte a veces en un terreno de conflicto interior. Uno se siente extraño a lo que debería habitar. Ilegítimo para decir lo que se siente. Lo he visto en consulta. Lo he escuchado en los mensajes recibidos después de mi serie «Regreso al bled». Cientos de personas me escribieron: «Entiendo, pero no me atrevo a hablar.» «Me avergüenzo de mi acento.» «Crecí en Marruecos y, sin embargo, me callo.» Este silencio compartido dice algo. Dice que nuestra relación con las lenguas también es una relación con la seguridad, la escucha, la identidad. Antes de pedirle a alguien que hable bien, habría que preguntarle: ¿en qué lengua te sientes reconocido? Abrir la puerta a la lengua sin jerarquías No propongo un milagro. Pero creo en algo: para que una lengua pueda vivir en nosotros, debe ser acogida. Sin burla. Sin jerarquía. Debe poder volver a ser un lugar de expresión, no una prueba o un recordatorio de fracaso. En terapia, a veces propongo un ejercicio simple: lo que llamo la «doble exposición suave». Tomar una frase en darija, difícil de decir, y repetirla suavemente en un entorno seguro. Caminando, escuchando una música que se ama, asociándola a un recuerdo positivo. No es magia. Es reeducación emocional. Se crea una nueva huella. Un recuerdo suave. Entonces sí, este texto cuenta solo una versión de la historia. Existen otras vivencias. Algunos marroquíes perfectamente francófonos a veces son percibidos como «demasiado franceses», sospechados de haber tenido un recorrido escolar privilegiado, o de estar «desconectados» de su cultura. Esa mirada también puede herir. Quizás sea el tema de otro texto. Porque cada lengua lleva sus heridas. Se necesitaría tiempo —y otras voces— para explorar esas otras caras del espejo. Pero aquí hablo de una fractura muy particular: la de aquellos que regresan y ya no logran hablar la lengua de su infancia. No porque la hayan olvidado, sino porque se ha congelado en algún lugar entre la memoria y la garganta. Sería hora de nombrar esta fractura, no para acusar, sino para empezar a repararla. Porque una lengua, antes de decirse… debe poder sentirse. Y amarse un poco. Incluso si se habla con vacilaciones.